Durante décadas la relación entre el Estado y los individuos ha ido cambiando motivada por el estallido o la respuesta a alguna crisis. Buenos ejemplos de esta situación han sido el establecimiento del New Deal como consecuencia de la Depresión de los años 30; la expansión de los Estados de Bienestar tras la finalización de la II Guerra Mundial; o como durante los años 80 Reagan y Thatcher combatieron la estanflación y el estatalismo a través de disciplina económica y fomento del individualismo.
Sin embargo, antes de la llegada de la COVID-19 los shocks producidos durante el siglo XXI: el crecimiento de China, los avances tecnológicos o la crisis financiera no conllevaron importantes cambios en esta relación. De hecho, muchos ciudadanos se sintieron huérfanos de representación política y los beneficios del crecimiento resultaron insuficientes para compensar a los perdedores del cambio.
El resultado fue una ola generalizada de enfado materializada en la existencia de ciudadanos nostálgicos de una economía que debemos asumir que no va a volver. Por otro lado, los sectores más jóvenes están frustrados por la escasez de oportunidades, el incremento de la desigualdad y temerosos antes los efectos del cambio climático. Igualmente, no deberíamos olvidar a una nueva clase social que podríamos denominar precariado que se han convertido en los obreros del siglo XXI desempeñando trabajos inestables, poco protegidos y ahora mucho más expuestos a un posible contagio a la COVID-19.
Todo este contexto presenta un importante riesgo y es que los Estados no se pueden permitir volver a fallar en su respuesta a esta nueva crisis. Si su respuesta es débil y se materializa en nuevo incremento de la desigualdad, pérdida definitiva de empleos y una vuelta demasiado rápida a la austeridad económica tendremos altas posibilidades de fomentar la polarización política. Con ello, se podría favorecer el auge de movimientos nacionalpopulistas que ofrecerán mensajes simplistas pero deseados por los perdedores de la crisis que podrían provocar una crisis institucional o incluso democrática.
Una vez contextualizado el problema deberíamos preguntarnos hasta dónde debe llegar la intervención del Estado y cuál debe ser su respuesta. En este sentido, conviene decir que no se trata de buscar recetas para volver a la economía de ayer, sino de acompañar la transición al cambio. A modo de ejemplo podemos utilizar la situación de nuestro país. Debemos asumir que los 80 millones de turistas no van a volver durante años y hay negocios y trabajo que ya no tienen sentido. La estrategia debe ser no dejar a estos “perdedores de la crisis” sin alternativa, pero no puede pasar por subvencionar negocios fallidos o proteger a los trabajadores indefinidamente. Estas medidas supondrían una pérdida de incentivos y provocarían un problema mayor a largo plazo.
Como decíamos, la estrategia debe estar fundamentada en acompañar la transición hacia un nuevo modelo y para ello medidas iniciales deberían encaminarse a la vinculación de programas de formación junto a la prestación de los ERTES y a facilitar la transformación empresarial a sectores alternativos. Todo ello, siempre evitando el proteccionismo y el nacionalismo. La respuesta no debe nunca buscar crear campeones nacionales o proteger a los trabajadores dependiendo de su nacionalidad.
En cualquier caso, el establecimiento de este tipo de medidas va a depender de la situación financiera y del músculo de cada estado. Ya hemos hablado en estas páginas de que países como España se sitúan en una situación muy diferente a Alemania debido a la inexistencia de un colchón fiscal creado durante los años de bonanza.
Ante esta situación, la sociedad debe ser madura y pensar qué modelo quiere para afrontar una crisis de este tipo. En economía NADA ES GRATIS y estas medidas tienen que ser financiadas de algún modo, mediante impuestos o emisión de deuda. No sirve quejarse de los impuestos y luego pretender que el gobierno subvencione el descenso de la facturación provocado por la crisis. Tampoco es admisible realizar ingeniería financiera para ocultar beneficios y buscar socializar las pérdidas. Esa reflexión debemos plantearla si de verdad queremos empezar a hacer las cosas de otro modo.
A partir de ahí, podremos exigir un cambio en el rol del Estado en la economía que implique más y mejor inversión en economía del conocimiento materializada en sanidad, ciencia o educación. Y sobre todo, asumiendo que la sociedad deberá participar más en los beneficios y no sólo en la socialización de las pérdidas.