Después de la Gran Depresión y del fin de la II Guerra Mundial los ciudadanos y los estados reformularon su relación en los paises ricos desembocando en un contrato social que buscaba impedir que se repitieran los errores que dieron pie a estos acontecimientos históricos. Ahora, la pandemia de la COVID-19 ha provocado la explosión definitiva de las viejas reglas que caracterizaban al gasto social de las sociedades occidentales.
De hecho, asistimos atónitos a como sociedades reacias a la intervención del Estado en la economía ven con buenos ojos las prestaciones sociales que ayudan a afrontar mejor las consecuencias económicas de la crisis sanitaria. Un buen ejemplo de esta situación lo encontramos en la sociedad estadounidense, donde el reciente plan del presidente Biden que conlleva cheques directos de 1.400 $ para la mayoría de los ciudadanos tiene un apoyo de casi el 75 % de la sociedad. Lo mismo ocurre al otro lado del Atlántico, donde hemos podido observar como el gobierno de Reino Unido ha elevado la deuda pública a su nivel más alto desde 1945 o como la Unión Europea ha abandonado las rígidas reglas fiscales aprobando el Plan Next Generation o la ayuda para financiar las suspensiones temporales de empleo a través del plan SURE.
Estas medidas de emergencia y de enorme necesidad conllevan igualmente algunos peligros derivados del estrés de las finanzas públicas y de caer en una deriva de sociedad asistencialista que reduzca peligrosamente los incentivos gracias a la intervención directa de los Estados. Sin embargo, a pesar de los riesgos, también nos encontramos ante una importante oportunidad para cambiar un modelo obsoleto. La creación de un nuevo Estado de Bienestar o Pacto Social basado en políticas públicas sostenibles que puedan ayudar a los trabajadores más perjudicados no ya sólo por la pandemia, sino por la transformación digital y el desarrollo de un proceso de globalización tan disruptivo, es una oportunidad que los países más avanzados no deberían perder.
Las redes de prestación social de las sociedades más ricas se encontraban en un proceso de crisis latente en la era pre-covid pues no eran capaces de responder a los desafíos a los que se enfrentaban los ciudadanos. Sustentadas en ideas del siglo XIX y principios del XX, las políticas públicas habían fracasado ofreciendo alternativas a los perdedores de la globalización o para paliar los efectos de la penúltima crisis económica, la Gran Recesión.
De hecho, si acudimos a las estadísticas es posible ver como en el periodo de 1999 a 2019 el número de personas de 25 a 54 años que se encontraban fuera del mercado laboral había ascendido un 25 % en sociedades como la estadounidense. Por otro lado, a la vez que los gastos en pensiones y subsidios de jubilación no ha dejado de crecer, asistimos a constantes recortes en las prestaciones sociales dedicadas a las personas en edad de trabajar. Es el propio sistema de asistencia social el que ha creado una red de ciudadanos insiders ( trabajadores estables y pensionistas) a los que el sistema presta atención y les ofrece un soporte y otros ciudadanos outisders ( trabajadores temporales o jóvenes en búsqueda de empleo) a los que el sistema no les ofrece alternativas suficientes para su realidad.
Bajo este contexto, existe un riesgo importante de crear medidas ad hoc para tratar de dar solución a algún problema de un colectivo determinado que desemboquen en decisiones equivocadas y dilapiden recursos económicos sin obtener una mejora en los colectivos afectados. Por todo ello, se exige que los países avanzados diseñen una nueva estrategia que desemboque en un nuevo Estado de Bienestar rigurosamente financiado y asegurando que el mismo sea sostenible para las finanzas públicas. De nada va a servir gastar sin control, si posteriormente caemos en un desequilibrio financiero que nos lleve a recortar en este tipo de programas tan necesarios.
Teniendo esto en cuenta el primer paso a abordar es el más sencillo. Es importante incluir de forma decidida el uso de la tecnología para eficientar la vieja burocracia administrativa. A modo de ejemplo, en nuestro país se aprobó una renta básica que no acaba de llegar a las personas que lo necesitan por la dificultad del proceso administrativo. No se trata de no establecer controles, sino más bien de anticiparlos y que la propia administración aproveche y utilice la información disponible de los ciudadanos para identificar a aquellas personas que deben percibir una prestación de este tipo. Utilizar técnicas como smart data no implican un importante desembolso para los Estados y pueden ayudar a no sólo llegar más rápido, sino a llegar mejor a los sectores necesitados.
El anterior era el paso fácil. Sin embargo, existe otro aspecto mucho más complejo derivado de la necesidad de balancear generosidad y dinamismo. Es preciso asegurar que el modelo asiste al necesitado pero no reduce los incentivos necesarios para el progreso económico general. Para ello es necesario localizar ejemplos de buena actuación social donde se combinen ambos aspectos. En este sentido, el modelo de Dinamarca para su mercado laboral representa el modo en el que se deberían hacer las cosas. El país nórdico emplea importantes recursos públicos (aproximadamente el 1.9 % de su PIB) en programas de re-formación y asesoramiento a ciudadanos que han perdido su empleo. Un modelo de este tipo evita la dependencia de los desempleados con el Estado y les acompaña hacia una nueva oportunidad laboral.
Como hemos visto, es necesario abandonar el viejo y precario modelo de prestación social que caracterizaban a los países ricos. Para ello, se debería reconstruir el sistema apalancado en políticas activas de empleo y prestación social con un uso intensivo de la tecnología que permita ayudar a los perdedores de la crisis. Los gobiernos no pueden eliminar los riesgos, pero si tienen en su mano ayudar a que si el infortunio se produce, los ciudadanos puedan tener una segunda oportunidad.