Los últimos años están dejando un panorama político a nivel global donde están teniendo auge nuevos movimientos que ponen en duda los beneficios del proceso globalizador. Concretamente, estamos asistiendo al ascenso al poder de movimientos nacionalistas que se apoyan en el malestar que deja la globalización en algunos sectores de la población. Lo curioso, es que esta situación está ocurriendo en algunas regiones donde reside el liderazgo del mundo occidental. La llegada al poder de Donald Trump con un discurso puramente nacionalista o el Brexit son buenos ejemplos de ello.
¿Qué ha sucedido para llegar hasta aquí? ¿Acaso es cierto que existen perdedores del proceso globalizador en las regiones más ricas? Si repasamos los principales indicadores de bienestar en un periodo de 50 años atrás podremos comprobar que variables como la tasa de pobreza, la renta per cápita o la esperanza de vida no han dejado de mejorar. Sin embargo, aunque estos indicadores a nivel global presenten los beneficios que ha traído consigo la globalización el reparto de los mismos no ha sido equitativo. Es decir, todas las ventajas de la eliminación de fronteras y la reducción de los costes de transacción en el comercio global no se han repartido por igual entre los agentes económicos. La globalización ha provocado que muchos puestos de trabajo que empleaban a población industrial de las regiones más desarrolladas directamente hayan desaparecido sin que hayamos sido capaces de ofrecer una alternativa de empleo o incluso de vida a estas personas.
Toda esta situación se ha traducido en que si comparamos los niveles de renta per cápita en distintas regiones del mundo podemos comprobar (como se ilustra en el gráfico extraído del semanario británico The Economist) que “los ricos son más ricos, pero los pobres son más pobres”. Esto es, las tasas de desigualdad en las regiones más desarrolladas no dejan de incrementarse debido a la falta de alternativas para los sectores más desfavorecidos.
De este caldo de cultivo se alimentan los movimientos nacionalistas apelando a los sentimientos de unos sectores a los que nadie ha sabido ofrecerles una alternativa. La cuestión que deberíamos plantearnos es qué podemos hacer con esta parte de la población a la que la globalización le ha traído un empeoramiento de las condiciones de vida.
En este sentido, deberíamos repasar una de las mejores enseñanzas que nos ofrece la historia económica en el siglo XX. Si queremos garantizar políticamente cualquier sistema económico internacional se hace necesario que el sistema político logre que el crecimiento económico sea inclusivo. La clave ahora es que a diferencia de lo que ocurrió tras la Segunda Guerra Mundial donde se establecieron las bases de lo que se conoce como Estado de Bienestar y que se tradujo en un contrato social con los ciudadanos, hoy se ha dejado de lado para apostar por una libre competencia donde no todos parten de la misma situación de partida.
El problema de haber olvidado la premisa anterior reside en que poco a poco se ha ido perdiendo el sentido colectivo de la sociedad en la que vivimos para apostar por una sociedad más individualista donde efectivamente los sectores más desfavorecidos de la población tienen un poder puramente residual. A esta situación también ha contribuido que muchos de esos agentes colectivos como sindicatos, organizaciones sociales o incluso aquellos partidos políticos que representaban mejor a estos colectivos han dejado de lado el interés del colectivo para imponer los intereses de sus dirigentes o abrazar un ideario diferente.
Con todo, el auge de movimientos totalitarios y nacionalistas debería suponer un cambio en la forma de entender nuestro sistema político y económico. Nos enfrentamos a un futuro en el corto plazo donde la nueva revolución tecnológica va a incidir en el proceso de destrucción de puestos de trabajo más tradicionales y menos cualificados. Por tanto, si no apostamos por una globalización más inclusiva con un Estado de Bienestar que ofrezca alternativas de vida a los sectores perdedores de este proceso estaremos colaborando al crecimiento de movimientos políticos que cuestionan nuestra forma de vida e incluso nuestras libertades. No basta con criticar y poner en tela de juicio unos postulados que atacan nuestra forma de vida si después no apostamos por crear un sistema económico más inclusivo que no se olvide de nadie y que se preocupe por ofrecer una salida hacia el progreso de todos evitando grandes perdedores. La cuestión reside en si seremos capaces de hacerlo. Veremos.